sábado, 23 de febrero de 2013

Four lovers de Antony Cordier. (Four lovers, 2010)

Rachel y Franck, Teri y Vincent, dos parejas que se conocen en el trabajo y que, rápidamente, entablan una amistad que trasciende los límites establecidos socialmente hasta llegar a las acogedoras sábanas de la cama del prójimo. Todo funciona, todo va sobre ruedas, aceptado como una realidad totalmente cotidiana en la que nada ha cambiado en su esencia, únicamente se percibe como un algo añadido en la vida de cada uno, que la enriquece y que la hace más interesante. No se trata de un problema de carencia de afecto, del aburrimiento y monotonía que agarra  a las parejas más veteranas, sino más bien se trata de algo que complementa la vida en común, algo nuevo que atrae y llena la carne y el espíritu. Las dos parejas, la pareja, ya que la sintonía entre ellos es completa, se prolonga en el tiempo y en el espacio hasta llegar a formar casi una sola y peculiar familia. Sin embargo, animales somos y como animales nos comportaremos. Imposible sofocar, reprimir unos instintos tan naturales como la propia naturaleza que nos ha creado, imposible evitar, esconder, las preguntas, la curiosidad, la inquietante imaginación que nos dicta imágenes tan reales al alcance de la mano y sus inevitables consecuencias, los celos, el hastío, el malestar hasta el punto de llegar a necesitar unas malditas reglas que encasillen algo imposible de definir, de perfilar una relación tan fuera del alcance de una línea que delimite unos contornos precisos y constantes. Imposible alterar o desdeñar unos reglas sociales que han regido durante dos mil años, difícil tarea la del hombre que intenta sustraerse a unas normas que no se adecuan a sus deseos más íntimos, que no respetan sus nuevas necesidades, que no logran escindirse de viejas tradiciones ni abrirse a una nueva realidad que cubra todos los anhelos del nuevo hombre.

Silvia

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