Un ingeniero japonés llega a una isla perdida del sur bañada
por el pacífico y a la que han llegado pocos intercambios culturales. Una isla
aislada y abandonada por los dirigentes de un país que no se han molestado ni
tan siquiera en llevar el desarrollo a la población existente en el lugar. El
ingeniero deberá supervisar la construcción de un pozo de agua potable para que
la empresa de caña de azúcar establecida en la isla y único medio de subsistencia
de los autóctonos pueda perdurar. Una gran sequía acecha la isla, un calor
acuciante doblega las cosechas y tras varios intentos de perforación, el agua
sigue sin surgir. A medida que las indagaciones continúan, el ingeniero va
conociendo poco a poco la isla, sus gentes y sus costumbres, sus tradiciones,
sus supersticiones. Así el hombre entrará en contacto con una población
totalmente aislada de la vida contemporánea, estática en el tiempo entre la que
se forman agrupaciones que desarrollan una composición familiar muy cercana al
estado de naturaleza. Los lazos sociales son muy laxos y las relaciones se
establecen siguiendo los apetitos más bajos sin consideración ninguna hacia las
normas más básicas que el hombre ha establecido para su propia supervivencia.
Unos habitantes poco evolucionados entre los que ha nacido una especie de
psicosis colectiva que rige los comportamientos de todos. Incluso el ingeniero,
no obstante su integridad y su gran fuerza de voluntad caerá en la red de sus
deseos más profundos regidos solamente por la madre naturaleza y totalmente
alejados de la razón. Una cinta de casi tres horas, una superproducción en
aquella época que no tuvo muy buena acogida pero que a lo largo de los años ha
conseguido convertirse en un cult.
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