jueves, 8 de noviembre de 2012

Los juegos del Hambre de Gary Ross (The Hunger Games, 2012)


 

Basada en el best-seller del mismo nombre, la historia que nos presenta tiene escenario en algún lugar de América del Norte, dividida en dos partes, los ricos y los pobres. Los pobres viven en sectores, doce en particular, cercados con alambre de espinos y dentro de cuyos límites están condenados a vivir hasta que mueren o los matan. Y esto si consiguen comer, porque la lucha por la supervivencia incluye también racionamiento de comida y si hay suerte, alguna pieza de caza. Con el mínimo de cosas imprescindibles, la vida de estos habitantes se rige por una eterna espera por los anuales Juegos del Hambre, una especie de competición por la vida en la que deben participar obligatoriamente dos jóvenes de cada sector de los que puede quedar sólo uno. Asistimos a la extracción de las papeletas que contienen los nombres de los futuros concursantes ante los ojos impávidos de una población resignada ante la barbarie, que ha entrado a formar parte de su vida, su mente y hasta de su subconsciente, hasta tal punto que no existe el mínimo intento de rebelión, ni protesta ante la visión de las ovejas que se alejan hacia las manos de su verdugo. Estos jóvenes, son, más tarde, trasportados hacia la zona de los ricos, que esperan su llegada cómo si de fans de un cantante se tratase. En medio de la euforia general, apercibimos un comportamiento que bien pudiera ser el de la nuestros conciudadanos. Unos personajes esperpénticos, exagerados en cualquiera de sus vertientes, desde el aspecto físico hasta la hipocresía de la conversación, las miradas, el hecho de asistir a un programa que ensalza las características de unos muchachos condenados a la muerte como si fuese una cosa banal y normal. Una sociedad como esta, que observa por televisión y disfruta de la muerte, del dolor, de la desesperación de seres de su misma especie sin que ningún sentimiento de culpa o de compasión atraviese su mente, la certeza de que no existe ya ningún tipo de límite moral, que el pudor es solo un recuerdo de pasado, un objeto pesado que ya no interesa mantener ni proteger. El individualismo aniquilado a favor del grupo, de la masa, del todos juntos y muerte al extraño, la esperanza de ver como gana el más guapo, el más alto, el más fiero, sin ir más allá que el aspecto lúdico y de entretenimiento que cada acto humano lleva consigo. El Apocalipsis del hombre como ser distinto a los demás seres por su capacidad de razonar, que abandona este don para dejarse mandar, dirigir y conducir, siempre en grupo por un camino dibujado por el más rico, el más poderoso.

Silvia
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